¿Vale la pena seguir viviendo en Venezuela?

Porque nunca una noche fue tan larga y tan oscura...

Estas líneas son escritas desde la más profunda a margura, y es que a raíz del atraco del que fui víctima el jueves han pasado por mi mente muchas cosas. El viernes mandé a hacer una misa de acción de gracias porque más allá del susto, el mal rato, lo que me robó, y los malos pensamientos, la cosa no pasó a mayores. Cuando la mandé a hacer, el Padre, a quién conozco desde hace más de 20 años, simplemente respiró hondo, movió la cabeza de un lado a otro, y soltó un “¡Ay Clarita, a donde vamos a llegar!”.

Y eso es lo que yo me pregunto, ¿cuánto más? ¿hasta donde? Venezuela es un país gobernado por la delincuencia. Acá no manda Chávez, mandan los delincuentes, el presidente lo único que hace es aparecer en TV, dar discursos, cambiar petróleo por “gastos hoteleros”, pelear con los del PSUV, hablar con Fidel, y vivir en su mundo imaginario; mientras los delincuentes gozan, hacen y deshacen.

Se han hecho planes y planes para combatir la delincuencia, pero ninguno funciona, quizás no por falta de voluntad de la gente del gobierno –vamos a darles el beneficio de la duda- , sino porque son una cuerda de improvisados e ineptos, que no están formados ni preparados para esos cargos y llegan a ellos gracias a su lealtad revolucionaria y no de acuerdo a sus méritos profesionales, entonces, por más que quieran y por más que hagan, nada les funcionará ni dará buenos resultados.

Y mientras, acá no se puede vivir. Una que ha trabajado toda su vida, y que a punta de esfuerzo ha logrado superarse y surgir, no puede disfrutar de nada, es que ni de lo más elemental, porque se vive en un estado se zozobra y paranoia que no es normal. Nada es seguro, hay que andar pendiente de la gente que camina a tu lado, si se va en carro el tener una moto cerca la crispa a una, hay que reconsiderar muchas veces ir al teatro porque las funciones empiezan tarde, ya no se hacen cenas sino almuerzos para que todo el mundo pueda irse temprano, y cuando los hijos salen, ¡ay qué calamidad!, de rodillas rezando y con el corazón es ascuas hasta que no llegan. Es dañino simplemente, y no parece tener fin.

Ante todo esto he comenzado a plantearme seriamente, ¿vale la pena seguir viviendo acá? Y que no se tome esta pregunta como una muestra de traición a la patria o falta de patriotismo, porque de haber sido el caso hace años me hubiera ido. Pero una lucha y lucha, trata de ser optimista, de hacerse la idea que todo saldrá bien, que todo se resolverá, pero por más que se quiera la realidad termina por estallarle en la cara y de demostrarle que, lejos de lo que se desea y anhela, todo marcha para atrás y las cosas siempre pueden estar peor.

Me duele decirlo, pero creo que he comenzado a perder la fe en este país. Y es duro, porque a mi familia y a mi misma este país, mí país, nos dio mucho. Yo soy nieta de un inmigrante y una india criolla que no estudiaron sino que trabajaron, mis papás llegaron al sexto grado y de allí lo que hicieron fue trabajar para vivir lo más dignamente posible, y no era fácil. Yo nací, me crié y crecí en Casalta, por allá en Propatria, viviendo de manera muy modesta. Estudié en la “Experimental Venezuela” y en el “Gustavo Herrera”, públicos ambos pero de altísima calidad, esa que ahora no tienen. Después comencé a estudiar en la UCV, pero el Dr. Caldera, tan bueno él, la cerró y me tuve que ir a la UCAB, y para pagar mis estudios daba clases en las tardes y luego trabajaba como mesera en un café, y a las 11 de la noche agarraba un bus y me iba a Casalta, y tiempo después, cuando nos mudamos, al 23 de Enero…y se podía hacer.

Y fue así, trabajando, que entre mi hermano y yo pudimos comprar un apartamento en Chacao donde mis viejitos pasaron los últimos años de su vida. Y me casé, y trabajando compramos un apartamento, luego un carro, luego otro, y así poco a poco fuimos levantando un hogar. Todo esto lo digo, no porque me guste contar mi vida por acá, sino para demostrar que para mí Venezuela fue una tierra de oportunidades, oportunidades que ahorita para mis hijos no existen.

En ésta época no se podría hacer prácticamente nada de lo que yo hice en la mía, y aunque ellos gracias a Dios tienen a sus dos padres que hemos luchado duro para darles lo mejor, aún así, son víctimas de esta delincuencia que no deja vivir. Hacer una vida normal de jóvenes es bastante arriesgado en este país, y muchos se ven condenados a vivir en una especie de encierro preventivo que matizan con computadoras, MSN, Internet y realidad virtual, para poder seguir vivos. El miedo y la zozobra son algo muy perverso y muy dañino, y uno sólo se da cuenta de sus efectos cuando los vive en carne propia. Es feo, muy feo.

Por eso en estos momentos yo me debato entre dos aguas: seguir o ir. No es fácil tomar la decisión, y mucho menos llevarla a cabo, porque comenzar a estas alturas la vida en otro país resulta casi un suicidio, tan riesgoso como seguir viviendo en este caos, que es un juego de supervivencia, una ruleta rusa donde la vida prácticamente depende del azar. Lo que sí creo estar teniendo cada vez más claro es que como madre mi deber es velar por el bienestar de mis hijos, y aunque tenerlos lejos puede ser duro, prefiero mil veces un hijo lejos, que muerto a manos del hampa, que parece ser el precio que desgraciadamente han de pagar por vivir acá y ahora…¡qué Dios me los proteja!